jueves, 21 de abril de 2016

Una zanahoria descongelada

Una zanahoria descongelada


Vio su nombre en la portada de un libro e instintivamente
lo acarició. Recordó cierta frase que alguna vez le di-
jera y cómo pasaba horas revisando los anaqueles del
establecimiento. No dejaba de llevarse al menos un títu-
lo cada dos semanas. Él le había mostrado algunos de sus
trabajos, así que no le extrañó ver su nombre en blanco
y negro entre las últimas novedades. Habían pasado ya
casi tres años.


Nunca volvieron a verse ni hablarse. El no tener
noticias contribuyó a seguir con su vida en paz. Pero
ahora aquel nombre se repetía en el lomo y la portada
de los libros. No había salida, recordar era obligatorio.


La historia no era nada original. Ella en la caja
recibía su pago y él le sonreía. Un día Teresa se atrevió
a comentarle: «Ese texto me encanta». A él le sorpren-
dió gratamente que la cajera de la librería tuviera alguna
idea de El susurro del lenguaje de Barthes. A partir de ahí
siempre le consultaba antes de comprar. Después comen-
zó a llegar casi a la hora de cerrar para quedarse a solas
hablando con ella. Otro día la acompañó hasta el metro
y al día siguiente, después de un café, hasta el hotel.


En una oportunidad él le comentó «me gusta tu
estilo» y Teresa sonrió y casi se derrite. Otro día le dijo
«eres encantadora» y le entregó algo que había escrito para ella. Como diría el amigo Aquiles Nazoa: «¿Quién
con un regalo tan bueno no enamora inmediatamente a
una muchacha?».


Pero así como empezaron a salir, él comenzó a
mostrar menos interés: dejó de acompañarla hasta el me-
tro, ya no llegaba a la hora de cerrar, no había caminatas
hasta el café.


Teresa lo llamó:

—¿Estás ocupado?, si no tienes tiempo podemos
buscar un espacio, yo...


—Teresa, es difícil de explicar, eres una mujer
maravillosa, pero el problema no es de tiempo sino de
«tiempos». Creo que tú estás en otra cosa y yo no pue-
do seguir tu ritmo.


Al otro lado de la línea ella quedó petrificada.

—¿Qué te pasa?, tal vez deberíamos conversar
frente a frente, no sé... Creo que no merezco esto, así...


—No se trata de que lo merezcas. Disculpa, me da
pena contigo...


—Está bien, ya entendí, no te preocupes, no te voy
a molestar. No te llamaré, pero por favor no vuelvas a la
librería.


—Entiendo. Y... de verdad, discúlpame, no que-
ría que te sintieras mal; yo... bueno...


Trató de decir algo, pero no había ya nada que ella
quisiera escuchar.


«Ay desamor, negro desamor, feroz desamor...» se
escuchó por unas semanas a Serrat en las cornetas de la
computadora de Teresa... Ella se preguntaba qué había
hecho mal, en qué había fallado. Qué no hizo. Qué lo
obligó a no continuar. En fin, vivió su despecho como
pudo y como la mayoría de los mortales siguió adelante.


Mientras no supo de él, funcionó bien: trabajaba,
comía, iba a una fiesta de vez en cuando, salía con amigos. Incluso desde hacía algunos meses «estaba» con otro
chico. Sin embargo, con esta reaparición, aunque fuera
en forma de libro, sentía deseos de «cerrar bien el asun-
to», decirle unas cuantas cosas que había preparado por
si él decidía llamar o aparecer de nuevo.


—¿Te fijaste? Este autor tiene el mismo nombre
del tipo aquel que venía por aquí. ¿No era el que salía con-
tigo? —comentó un compañero.


—Sí —dijo ella. ¡Claro que se había fijado!
Salvador, el dueño de la librería, se acercó.

—¡Qué bueno! Él era un cliente interesante. Voy
a llamar a la editorial, tal vez pueda venir aquí. Así le ha-
cemos una presentación y firma libros. Sería tremenda
promoción; además, es de la casa. No va a decir que no.


Miró a la joven, iba a decir algo más pero se detu-
vo, no quería ser indiscreto.


El viejo quería a Teresa, llevaba años trabajando
para él. Sin embargo, el negocio era el negocio. Teresa no
dijo nada, respiró profundo y fue dejando escapar el aire
de sus pulmones poco a poco, con disimulo.


De su cerebro hacia fuera estaba claro que no podía
hacerse ilusiones. Él había sido el perfecto «coño’e ma-
dre». Pero por dentro, en otro lugar de esa misma cabeza,
en un lugar súper escondido, imposible de llegar de for-
ma del todo consciente, se imaginaba otra vez conver-
sando con él en un café del bulevar.


El dueño de la librería les informó a todos que el
autor había aceptado gustoso la invitación para la pre-
sentación. Era su primer libro y conocía la importancia
de aparecer en público. En la librería se prepararon vo-
lantes para los clientes:


LA LIBRERÍA ABRAPALABRA
Y LA EDITORIAL TIOC - TIOC
TIENEN EL GUSTO DE INVITARLO A LA PRESENTACIÓN
DEL LIBRO
BARTHES , UNA RELECTURA
DE
RUBÉN MENDOZA
VIERNES 23 DE MAYO
HORA : 6:30 PM


Llegó el día. Rubén no la había llamado, ni si-
quiera se había acercado para ver cómo estaba. Nada.
Ella tampoco lo llamó. Se moría por hacerlo, pero no
quería parecer ansiosa. Lo disculpó, como era su cos-
tumbre. Tal vez él creía que ya no trabajaba allí. O qui-
zás sentía vergüenza.


 Salvador se encargó de organizarlo todo con la edi-
torial. Lo cierto es que era viernes 23 de mayo y falta-
ban pocos minutos para las 6:30. Había ensayado
mentalmente lo que le iba a decir cuando se le acercara:
lo saludaría de forma trivial pero íntima, aunque no de-
masiado. Escogió cuidadosamente cada una de sus pren-
das de vestir. «Quizás, después de la presentación, Rubén
me invite a tomar algo. Por los viejos tiempos». Le acep-
taría sólo un café o una copa de vino. No le haría repro-
che alguno, para qué, pero tampoco lo dejaría ir más allá.
Aunque en ese lugar súper escondido de la conciencia-
inconciencia deseara lo contrario.


 Facilitaba el reencuentro el hecho de que su nuevo
compañero no iba a las presentaciones que se hacían en
el local. «Tanto ego inflado me fastidia», decía cuando se
refería a algunos escritores.


 Por fin llegó Bermúdez, el representante de la edi-
torial y preguntó si Rubén Mendoza ya se encontraba:


 —Quedamos en vernos aquí temprano, antes de
que comenzara a llegar el público. No entiendo, ya han
pasado más de diez minutos. No se preocupen —dijo
nervioso a los que lo rodeaban, pero en realidad era para
calmarse él mismo—. Debe estar por llegar, ya envié a al-
guien a buscarlo.


Luego, dirigiéndose al dueño de la librería, comentó:

—Buenas tardes, señor Salvador, ya veo que todo
está dispuesto. Vamos entonces a hacerlo como acorda-
mos. Usted da la bienvenida. Luego yo digo unas pala-
bras... Hablaré poco, por supuesto, ya que Hermes, buen
amigo del autor, es quien hará realmente la presentación
del libro, conversación con el autor y finalmente usted
invitará al brindis.


El editor miraba la puerta y se frotaba las manos

—¡Ah, por fin! ¡Aquí llega el hombre!

Teresa pensó que había sido una mala idea estar ahí.
Estaba entre nerviosa y emocionada. Odiaba sentirse así.
Lo que más deseaba era no sentir. No sentir absoluta-
mente nada hubiera sido perfecto, pero a estas alturas lo
mejor era controlarse. Si al menos supiera qué sentía él.
Cuando el editor mencionó su llegada, se asustó y se
retiró al baño para calmarse. No le pareció correcto sa-
lir a su encuentro de inmediato. No quería dar la impresión
de que lo estaba esperando.


Al salir del baño comenzó a buscarlo entre los
asistentes, pero no lograba ubicarlo. La gente estaba
comenzando a llegar y se aglomeraba en la puerta. Se
saludaban con abrazos y expresiones eufóricas. Los tradi-
cionales reencuentros, de los mismos, en todas partes.


En su búsqueda se cruzó con el representante de la
editorial, que conversaba con otro hombre. Ella saludó al
editor con cortesía:


—Señor Bermúdez, ¿cómo está? Qué gusto verlo.

Bermúdez la saludó e hizo un gesto con la mano iz-
quierda para introducir al hombre que lo acompañaba:


—Teresa, ¿cómo está? Qué bien prepararon la li-
brería, está llegando más gente.


—Sí, le hicimos bastante promoción a la presen-
tación.


—¡Ah, disculpe! ¿conoce al autor? Le presento a
Rubén Mendoza.


Ella miró al hombre que le presentaban, sonrió
nerviosa y extendió su mano. Ni siquiera pudo abrir la
boca. Sencillamente, no podía decir nada. Todo lo que
había practicado había sido en vano: ¡no era él! ¡No era
«su» Rubén Mendoza! Por suerte, en ese instante el señor
Salvador se acercó al trío y comentó de forma efusiva:


—¿Vieron la cantidad de gente que está llegando?
—y luego hacia Mendoza—: Va a tener que preparar bien
esa pluma...


Teresa se retiró del grupo suavemente y fue directo
al fondo de la librería, donde los mesoneros se encontraban
acomodando los pasapalos. Desde allí veía a la pequeña
multitud como si estuvieran en otra dimensión. Trataba
de reponerse de la sorpresa. De pronto, después de un lar-
go suspiro, se dio cuenta de que no tenía sentido toda esa
carga que llevaba encima. Era ella quien no terminaba de
cerrar el capítulo. Era ella quien había colocado sus
sentimientos en un congelador para volverlos a usar
cuando se presentara la ocasión. Pero ahora, al sacarlos
a la intemperie se habían convertido en algo inútil.


Exacto: eso que hasta ahora había estado guardan-
do por el bobo de Rubén, se había transformado en una
zanahoria descongelada. Sí, como esa zanahoria que aún
conserva su color, pero que al tocarla es blanda y elástica.
No cruje cuando la cortas o la muerdes. Y una zanaho-

ria que no cruje, es una zanahoria que ya no es diverti-
da. No sirve.


ensó: «Perfecto. Después de tres años, finalmen-
te terminé con el tipo, sin haberlo visto. En fin, más vale
tarde que nunca». Sonrió satisfecha, respiró profundo de
nuevo y se relajó.


Esa noche, a la hora del brindis, en contra de todas
sus costumbres, bebería tanto vino como le fuera posible.


 

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