jueves, 21 de abril de 2016

Aimone

Aimone

Aimone (Austria): gigante mítico que junto al
valle del Rin, había vencido y dado muerte a otro
gigante local, Thyrsus, y luego había liberado la
zona de un dragón voraz. En agradecimiento a la ayuda
divina recibida en el momento de llevar a cabo sus
empresas, había fundado el monasterio de Wilten.

 

MASSIMOIZZI A LEJANDRÍA
Diccionario Ilustrado de los Monstruos


Ahí mismo, en el monasterio de Wilten, fueron a
entregarle las llaves de la ciudad. Entre la multitud estaba
Lorena. Ella miraba abstraída la enorme construcción;
trataba de asignarle un número de metros al tamaño de
aquella fortaleza, pero le resultaba difícil hacer el cálculo.
Todos estaban frente al monasterio, dos de los hombres
más altos tuvieron que subirse uno sobre otro para tocar
el aldabón de la entrada. El gigante no había aceptado la
ceremonia en la plaza pública. A decir verdad, ni siquie-
ra había aceptado el homenaje, pero seguramente no les
haría un desaire si ellos iban a visitarlo.

 El pueblo guardó silencio por unos minutos, has-
ta que fue interrumpido por el sonido de las bisagras de
la puerta. Finalmente apareció Aimone. Lorena quería
ver su rostro, pero con su metro cincuenta de estatura era
una tarea imposible. Llegar hasta sus ojos se convirtió,
en ese instante, en el objetivo de su vida. Por fin, el gi-
gante se inclinó para recibir de manos del alcalde y su
mujer las llaves de la ciudad. La dama se deshacía en
halagos, traslucía su emoción y dejaba claro ante todos
que «era un verdadero honor realizar este sencillo ho-
menaje a quien con tanto valor había defendido nuestra 

 comarca». Casi llora cuando las manos del coloso roza-
ron las suyas.
Cuando el gigante se inclinó la multitud se aglo-
meró frente a él, y Lorena finalmente pudo ver de cerca
el rostro de Aimone. Se sorprendió. Sus gestos y expre-
siones eran de una indiferencia total. No parecían impor-
tarle ni las autoridades, ni la llave, ni la gente. Ni siquiera
parecía recordar que hacía pocos días había eliminado a
los dos temibles dragones. Sólo tomó lo ofrecido, dio las
gracias y se retiró sin más.
Hay quienes ante la indiferencia reaccionan de ma -
nera extraña. Son personas apasionadas y no pueden
explicar, ni justificar, una actitud que no refleje algún
estado de ánimo o sentimiento. La indiferencia, pues,
los embruja. Quedan encantados ante quien posee tan
terrible «defecto» y se asignan la misión de entusiasmarlos.
Lorena era de ese grupo.

Se dijo que tenía que descifrar el enigma de aquel
héroe, saber en verdad qué sentía, qué motivaba su exis-
tencia. Era posible afirmar que Aimone había sido hasta
descortés ante el conglomerado humano que le lanzaba
vítores y ella necesitaba una explicación. Estaba segura
de que si le daban la oportunidad, descubriría el mundo in-
terior de Aimone y despertaría en él algún tipo de emoción.
Al día siguiente fue de nuevo al monasterio, llevó
una trompeta para llamar a la puerta (sola jamás llegaría
al aldabón), decidida a ofrecer al héroe el contenido de
una cesta con frutas, vino y un delicioso pastel.
El gigante abrió la puerta y dirigió su mirada al
piso. Ella sonrió, no podía hablar, algo en su garganta lo
impedía.
—¿Qué quieres? ¿Hay problemas en la comarca?
—No, en lo absoluto —se atrevió a decir y sonrió
de nuevo.

 Apenas le llegaba a las rodillas y la situación se
estaba tornando realmente incómoda.
— Eres enorme.
—Y tú diminuta.
Ella no sabía qué hacer, así que optó por la since-
ridad como arma.
—Lo que deseo es hablarte, conocerte, pero ya me
está doliendo el cuello, no sé si aguante mucho tiempo aquí.
A Aimone le agradó la franqueza de la joven aldea-
na y por primera vez, al menos que se supiera hasta en-
tonces, dobló sus rodillas y se sentó sobre la grama que
rodeaba el monasterio. Es difícil describir la satisfacción
que experimentó Lorena: su gigante estaba cediendo.
Debía ir despacio, no era cuestión de ahuyentarlo.
Ese primer día no hablaron mucho, ella le dio su presente
y dejó claro que volvería a recoger la cesta. Pasaron los
días y cada vez que podía, esgrimía una excusa para jus-
tificar su visita al monasterio, hasta que un día Aimone
le aclaró que no necesitaba inventar nada para venir a
visitarlo. Si lo deseaba, podía quedarse.
En alguna oportunidad él le dijo «Me gustas mucho»
y ella vislumbró una señal de compromiso y le contestó
«yo también te amo». Él sabía que había mal entendido
sus palabras, pero sintió el poder de su masculinidad.

 La imaginación es infinita en condiciones inusua-
les. Al convertirse en amantes Lorena y Aimone demos-
traron, como pocos, aquello de que paralelos a la línea del
horizonte no existe (o poco importa) la estatura. O tal vez
el gigante, como criatura extraordinaria poseía poderes
desconocidos para el resto de los seres. Lorena no regre-
só más a su casa. Nadie volvió a verla en la comarca y
pronto la gente dejó de hablar de la extraña pareja.
Lo que nunca nadie supo fue que la experiencia en
el mundo de Eros, había vuelto perezoso a Aimone. Las frutas que recogía Lorena no colmaban su apetito y le
costaba horrores levantarse para cazar u obtener un ali-
mento más sustancioso. Así que una fría mañana miró
con intensidad a su amante y volvió a decirle como en
otras ocasiones: «Te he dicho que me gustas mucho,
¿verdad?». La joven sonrió halagada y asintió con la ca-
beza. Entonces él, sin decir más, se la comió.

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