jueves, 21 de abril de 2016

La Bella Durmiente

La bella durmiente


Y así pasaron cien años hasta que un apuesto príncipe,
montado en su corcel pasó cerca del lugar (...)
la hermosa Princesa dormía. Asombrado por su belleza, se
inclinó y posó suavemente sus labios sobre las rosadas
mejillas de la hermosa joven. ¡La bella Princesa despertó!

Mercedes pasaba ya los 40. Tenía una vida estable. Si qui-
siéramos describir su situación, la imagen perfecta sería
una línea recta. Sí, una línea horizontal, sin ángulos ni cur-
vas. Esposo, dos hijos (niño y niña), un apartamento en la
ciudad, un condominio en la playa. Completaba el cua-
dro su trabajo como odontóloga del Centro Médico. Un
horario flexible para atender la casa, los niños, el ma-
rido y el gimnasio —Mercedes se conservaba delgada y
en forma, asunto que también forma parte del sueño
hecho realidad.


Ya se lo había dicho su mamá: «La profesión de
odontóloga es ideal para las mujeres». Claro que la ma-
dre nunca ejerció su profesión y se había casado con un
cirujano que no tenía horario para la familia, pero al
menos había tenido las influencias necesarias para con-
seguirle a Mercedes «un cupo» en la clínica. En fin, se
sentía satisfecha.
 

Ese día sólo alteró un milímetro-segundo su rutina.
Un paciente había faltado a su cita y decidió bajar a
despejarse un poco antes de que llegara el siguiente.
Cuando entró en el ascensor reconoció a uno de sus
profesores de bachillerato.
Sí, era Sergio Morales, docente estrella en la se-
cundaria —enseñaba Historia de Venezuela, colaboraba con los clubes de cine y prensa escolar, ayudó al grupo
de teatro con El día que me quieras, de Cabrujas, y por
supuesto fue padrino de la promoción.
 

Morales también la reconoció y exclamó apenas
la vio entrar:

—¡¿Mercedes Vilar?! —usó el nombre y el
apellido, como al pasar la lista de asistencia. Los otros
dos pasajeros de la cabina fijaron sus miradas en la
doctora que entraba.

—¡Profe! ¡Qué sorpresa! ¿Qué hace por aquí?
—¡Muchacha, estás igualita! Bueno, más linda
diría yo. ¿Cómo es posible?
Mercedes sonrió. Sus sacrificios de dietas y ejer-
cicios se veían recompensados.
 

El profe continuó:
—Mi hija acaba de tener un bebé. Ya soy abuelo,
¿te imaginas? Hoy le dan de alta.

—¡Felicidades! —dijo sinceramente—. ¿Cómo
se llama el bebé?

—Simón. Es una maravilla. ¿Y tú?, ¿qué cuentas?
—Yo tengo mi consultorio en esta clínica, en el
piso 5.

—¡Caramba! Te debe ir muy bien.
—Sí, no me quejo.
 

Se hizo el silencio e hicieron lo que todos acos-
tumbramos en los ascensores. Miraron los números que
se iban encendiendo uno a uno y luego orientaron su vis-
ta hacia la punta de los zapatos.
 

Los ascensores son espacios curiosos. Todos, alguna
vez, hemos sentido la sutil presión que este aparato genera.
Allí nos vemos obligados a estar más cerca de lo que
normalmente permitimos, en atención a los límites de
nuestro espacio personal. No se compara con el metro o
los transportes públicos, donde si bien estamos más próximos del otro (sin límite alguno), no existe la intimidad
de este cuarto sin ventanas.
 

El profesor Morales reanudó la comunicación:
—Tengo que volver a la habitación en un ratito
para buscar a mi hija. Allá está toda la familia. Bajé a
tomarme un café, casi no dormimos anoche con la cele-
bración. ¿Será que puedes acompañarme?

—¡Cómo no, profe!, yo también bajé a tomar algo.
Fueron a un lugar cercano se sentaron, pidieron
dos marrones grandes y comenzaron a hablar. Él con-
tinuaba siendo profesor de Historia. Seguía organizan-
do periódicos estudiantiles, obras de teatro y esas cosas.
Mercedes pensó que hay gente que se estanca, no pro-
gresa, que nunca madura.


—¡Qué malo que nos viéramos el último día!
—dijo el profe—. Si hubiera sabido que trabajabas aquí,
habría ido a buscarte a tu consultorio.

—¿De verdad? —preguntó sorprendida.
—¡Claro! Ustedes fueron mi primer grupo. Eso
los hizo uno de mis preferidos. Creo que llegamos a co-
nectarnos bien, ¿verdad? —y agregó—: Mira, siempre he
pensado que enseñar es una labor de seducción. Si logras
enamorar a tus alumnos, tienes la mitad del trabajo hecho.
Con ustedes fue sencillo. Eran un buen grupo.
 

Mercedes asintió sonriendo. Recordó que, en aquel
tiempo, le gustaba soñar con el profesor de Histo ria.
Todas las alumnas estaban enamoradas de él. Los varo-
nes también lo adoraban. Jugaba fútbol con ellos de vez
en cuando. Siempre se encontraba rodeado de mucha-
chos y muchachas.
 

Morales continuó:

—¿Recuerdas a Antonio Padrón? Él estudió
contigo ¿verdad? —ni se molestó en esperar la res-
puesta— Bueno, ahora da clases de matemáticas en el mismo liceo donde trabajo. Siempre salimos por ahí a
celebrar algo —y continuó bombardeando—: ¿A quié-
nes ves de tu clase?


—Del grupo sólo veo, a veces, a Teresa Vegas, su
hijo estudia con el mío. De los demás, hace tiempo que
no sé nada. Cada quien anda por su lado.
 

El diálogo derivó hacia las preguntas reglamenta-
rias sobre los hijos, sus edades y esas cosas. En la televi-
sión del local estaban transmitiendo un noticiero. En ese
momento hablaba el Presidente y como hilando una idea
con otra, el profesor Morales preguntó «sin anestesia»:

—Y tú, ¿cómo ves las cosas?
 

Disparó el comentario tratando de determinar qué
posición mantenía su antigua estudiante ante ese am-
biente político tan polarizado después de las votaciones.
 

Ella no se atrevía a decir directamente lo que
pen saba, recordaba cómo era el profesor. No estaba del
todo segura si su interlocutor mantenía las convicciones de
aquella época, pero por algo había preguntado. En clase
los hacía cuestionar todo: «Los libros siempre nos cuentan
un solo lado de la historia», acostumbraba decir.
 

Para salir ilesa del trance recordó un breve par-
lamento de la «famosa» obra de teatro: «Yo no sé de la
revolución, Elvira. Yo sé de mí. Y a veces me maravilla
saber de mí. Me parece increíble mi propia adivinanza,
Elvira. Todos los días... uno tras de otro... de domingo a
domingo...».
 

Había comenzado a utilizarlo para defenderse cuan -
do se les acercó un muchacho que vendía estampitas, to-
das rosadas y autoadhesivas. El profesor le explicó al
vendedor que no tenían dinero, que pagaría la cuenta con
tarjeta. El joven no hablaba, pero entendió que allí no haría
ningún negocio y se fue a otra mesa. La conversación que
habían comenzado quedó congelada.
 

Llegaron las tazas de café y escucharon un forcejeo:
otro mesonero y alguien que debía ser de seguridad, obli-
gaban al joven de las tarjetas a salir del lugar. «No es la
forma, él no va a entender así» comentaron muy bajito,
sin que nadie oyera. El muchacho gritaba pero no llegaba
a articular palabra. El profesor se levantó, pero ya los en-
cargados habían sacado al joven del local. «Bueno, ya no
hay nada que hacer», pensaron-murmuraron. Otra pausa
interminable. Se miraron, juntaron los labios, bajaron
la mirada y respiraron hondo. ¿Cómo seguir hablando de
los últimos resultados electorales? El muchacho de las tar-
jetitas se había quedado en medio de la mesa, entre el ser-
villetero y las bolsitas de azúcar. Mercedes pensó que tal
vez debió tomarse la molestia de revisar la cartera y com-
prarle algo. Pero ya era tarde.
 

Ambos colocaron el azúcar, agitaron el café con
el removedor, lo dejaron a un lado, levantaron la taza y
probaron su contenido a la vez. La sincronía de los gestos
les causó gracia y esto les permitió continuar.
 

Conversaron un poco más sobre la familia y el co-
legio. A estas alturas del partido ya el profesor sabía «por
dónde andaba» su estudiante de finales de los años se-
tenta. Se dio cuenta que Mercedes defendía un círculo
muy pequeño. No militaba en nada, como él se había
imaginado ocurriría por lo apasionada que era en su ado-
lescencia. Mercedes Vilar sólo deseaba que nadie se me-
tiera con sus cosas o su familia. Mejor dicho, «esa» era su
militancia.
 

El profesor sintió que tenía dos alternativas:
a) Ir al grano y confrontarla directamente; o
b) dejar pasar la oportunidad de argumentar.
Optó por esta segunda salida. Apreciaba a su
ex a lumna y le fastidiaba tener alguna discusión con ella.
Mercedes estaba en su derecho de pensar lo que quisiera.


Además, ¿qué podía lograr con un enfrentamiento? Ya era
abuelo y tenía que aprender a no caer en provocaciones.
 

Sin embargo, ella comenzaba a sentirse perturbada;
quizás, en el fondo, Mercedes sí quería discutir. Se atrevió
a decir algunas cosas para ver si Morales contraatacaba,
pero él sólo sonreía y desviaba la conversación hacia
terrenos más neutrales.
 

En la mente de la ex alumna comenzaron a mez-
clarse el muchacho de las estampitas, la obra de teatro,
el discurso de graduación y el Centro de Estudiantes del
liceo. Una especie de conclusión instantánea sobre su
vida actual se había metido por algún lado del cerebro
y le molestaba como una astilla en la palma de la mano.
 

Terminaron el café. El profe pagó y le recordó:—Fuiste delegada de curso en aquella época,
¿verdad?

—Usted lo ha dicho profe, aquella época. Hoy no
asisto ni a las juntas de condominio.
Ambos sonrieron.
Regresaron a la clínica. Subieron al ascensor en
silencio. Esta vez eran los únicos pasajeros en esa intimidad
de menos de tres metros cuadrados. Ninguno de los dos
decía nada ahora. Mercedes estaba nerviosa, el rostro y
las orejas le ardían. Recordó cuánto le gustaba el profesor.
Sintió deseos de que Sergio Morales la besara, la resca-
tara, se la llevara de allí.
 

¿Cuándo había tomado la primera decisión que la
condujo por otro camino?
Morales comentó algo.


—¿Perdón? —se escuchó decir Mercedes.
—Digo que se pasó tu piso.
Mercedes había olvidado marcar el 5.

—No importa, lo acompaño y vuelvo a bajar.
Llegaron al piso 8, el profesor le dio un beso cariñoso.

—¡Chao! Cuídate —agregó.
Mercedes se arriesgó a decir:
—Nos estamos viendo, ya sabe dónde estoy.
—Sí, lo sé —respondió él y le dijo adiós con la
mano.
 

Se quedó en la cabina. Sola. Después de cerrarse
las puertas, tardó unos segundos antes de presionar el
botón del piso 5.
 

Cuando bajó del ascensor, aún sentía en su mejilla
aquel roce cálido y pasó su mano por el rostro. Al llegar
a su consultorio, el otro paciente ya se encontraba en la
sala de espera.

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