jueves, 21 de abril de 2016

En el País de las Maravillas

En el País de las Maravillas

Un momento más tarde, Alicia se metía también
en la madriguera, sin pararse a considerar
cómo se las arreglaría después para salir

 

LEWIS CARROL
 

Trato de abrir los ojos, siento que los abro tanto
como puedo; sin embargo, sólo percibo algo de luz a través de las gasas que me colocaron después de la operación.
Santiago me trajo a casa, subió conmigo en el ascensor
pero me dejó en la entrada del apartamento. «Disculpa,
ya sabes, he perdido la mañana completa...». «No te
preo cupes, no hay problema, sólo voy hasta el cuarto y espero a que llegues, creo que voy a dormir. Me siento
cansada». «Bien». Siento el roce de sus labios en mi ros-
tro, no llega a ser un beso... Entro, cierro la puerta y
todo se hace un poco más oscuro y fresco; así es mi casa:
un refugio.


 Avanzo un poco, me agarro, tal vez con demasiada
fuerza, a la vitrina del comedor, a la mesa, a las sillas.
Creo que Santiago no botó la basura esta mañana como le
pedí, ese olor característico entre dulce, amargo y ácido
me hace dudar por un momento si seguir hacia el cuarto.
Me gustaría deshacerme de esa bolsa. No vale la pena,
para qué dármelas de autosuficiente; que lo haga él cuan-
do venga. Continúo, arrastrando los pies, tropiezo. Algo,
tal vez un maletín o una caja fuera de lugar, me hacen
caer. No logro siquiera adivinar qué es o quién pudo co-
locar ese objeto atravesado allí, a esa pequeña distancia
entre el comedor y el pasillo que lleva a los cuartos. Me levanto algo aturdida, más que por el golpe, por esa im-
presión de sentirme minusválida. Detesto esa sensación.


 Llego a la pared del pasillo. Estoy cerca del baño
—al menos éste sí huele a limpio—. El aroma a desin-
fectante me agrada. Eso sí sé que lo hago bien, el baño y
la cocina siempre están impecables, por eso el olor de la
basura me molestó. Camino un poco más y sé que estoy
cerca del estudio porque percibo una corriente de aire a mi
izquierda. Un aroma de tierra húmeda parece anunciar
lluvia. Quizás deba cerrar esa ventana; qué más da, qué
importa que entre agua, todo está calculado para que
en caso de algún descuido, no llegue a la mesa ni a los
libros; hoy tengo excusa para no hacer nada, además,
comienzo a sentirme mal. Pronto estaré en mi cama y
dormiré todas la horas que sean necesarias, quizás cuando
despierte ya pueda quitarme la gasa de los ojos. El pasi-
llo comienza a hacerse interminable, sé que a la derecha
tiene que estar mi cuarto, pero la pared sigue y no llego al
dintel de la puerta. Santiago debió entrar conmigo. ¿Qué
le costaba? ¿Un minuto? Debió acompañarme al cuarto,
esperar que me acostara. ¿Por qué no insistí? Siempre es
igual, ya no importa.


 El pasillo sigue prolongándose, tengo la impre-
sión de que no estoy en casa. «No te quites las gasas
hasta mañana, los ojos son muy delicados, cualquier
cosa puede producir una infección...». Lo siento doc-
tor Suárez, pero voy a tener que quitarme las gasas. Si en
los próximos tres pasos mi mano no llega a una nueva
puerta voy a tener que hacerlo. Doy tres pasos más, pal-
po la pared con ambas manos, no puede ser que no en-
cuentre nada. Siento algo de náuseas. Levanto la gasa de
mi ojo izquierdo y siento que voy a caer: no hay nada, ni
cuarto, ni pared, ni oscuro, ni claro, nada. Bajo mis pies
sólo hay un vacío interminable.

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