jueves, 21 de abril de 2016

Los frijoles mágicos

Los frijoles mágicos

...desde su ventana vio una enorme
planta que subía hasta el cielo
y se perdía en las nubes.

 

Relato tradicional inglés
 

Una brillante mariposa marrón y sepia parece haberse
equivocado de ruta y se posa en una de las esquinas de
la ventana de la cantina. No sé por qué me resulta tan ex-
traña la presencia del insecto, tal vez porque aquí no hay
flores, sólo un extenso suelo de cemento donde una turba
de escolares hace su recreo. El único vegetal que adorna
nuestro patio es este enorme árbol de almendrón, desde
donde me encuentro presenciando el espectáculo.
 

¿Alguna vez has estado en un patio de recreo con
más de 300 niños corriendo en todas direcciones? Todos
con metas claras y urgentes. Tratando de llegar al bebe-
dero, al poste, huyendo de otro compañero. En fin, una
pequeña multitud tratando de aprovechar al máximo los
15 o 20 minutos que dura ese lapso de libertad.

En serio: ¿has estado alguna vez en un patio de
recreo donde niños y niñas entre 7 y 14 años comparten
un espacio en el cual se entrelazan la fila de la cantina,
la pelota de goma, el cartón de jugo y las empanadas?


Siempre me he preguntado cómo no hay más acci-
dentes en estos lugares. De hecho, en los seis años que
llevo trabajando aquí no recuerdo más de 3 o 4 jovencitos
que necesitaran sutura y otros tantos un poco de yeso.


Si no has estado en el patio de recreo de una escuela,
te has perdido la mitad de la explicación «práctica» de la

antigua «ley de acción y reacción de los cuerpos en
movimiento» o la moderna teoría del caos.
Para contribuir con el ritmo acelerado que se vive
en nuestro ecosistema, hace días los de sexto inventaron
un juego que consiste en batear las semillas de almen-
drón que andan regadas por la zona. La semilla de al-
mendrón es casi tan dura como una piedra, ya el
parabrisas del carro de Marta sufrió su grieta corres-
pondiente. Por eso, alguien trató de impedir que siguie-
ran; pero acabar con una moda escolar es tan difícil como
hacer que se mantenga por más de un mes (fútbol, béisbol,
barajitas, perinola, cuerda, ladrón y policía, tonga...); du-
rante el año, todas aparecen y desaparecen.


Las maestras llegamos a desarrollar una especie de
inmunidad ante la posibilidad del desastre. No vemos
peligros donde un observador común podría sufrir una
lesión cardíaca. Este «campo de fuerza» nos permite
pensar que esos minutos de relajación también son nues-
tros. En todo caso, si llegara a ocurrir algún incidente,
hasta «las nuevas» aprenden con rapidez a distinguir la
profundidad de una herida, su tratamiento inmediato,
cuándo un hueso está realmente fracturado y cuándo se
trata de una simple torcedura. Todos los adultos del lu-
gar saben qué maestra tiene el carro disponible, quién co-
noce al médico de la sala de emergencias y cuál es el
centro asistencial más cercano a nuestro domicilio. Ma -
nejando esta información, logras sentir que los recreos son
una maravilla.


El salón de profesores nos permite tener algún tipo
de comunicación con personas adultas. Allí no tienes que
cuidar tu vocabulario y puedes dar rienda suelta a uno
que otro chisme sobre la situación, el papá de los Ro -
dríguez o «la última» de uno de los Martínez. Lo malo

es que cuando la conversación comienza a tener realmente
sentido, suena el timbre y se rompe el encanto. Todos a la
cruda realidad del aula de clase. Niños sudados, agitados,
medio deshidratados.


Aquí me encuentro, sin mucho entusiasmo, ob-
servando a la multitud de menores en su hábitat. No sé
que les pasa a los niños esta mañana, o qué me pasa a
mí que me alteran tanto. Claro que no es la primera vez
que me encuentro al borde. Pero este día, en especial,
me provoca amarrarlos al pupitre y renunciar para siem-
pre, dedicarme a un trabajo de oficina rodeada única-
mente de papeles y libros.


Les cuento. En las primeras horas mandé a la direc-
ción a Yumar, cité al representante de Maura y estuve a
punto de ahorcar a Serge. Pero lo que me puso peor fue
la actitud hostil de Susana. No hacía nada que mereciera
castigo. Sin embargo me miraba con disgusto, diría que
hasta con desprecio, como si la hubiera ofendido. Me
sentía un poco decepcionada, creí que ya me la había
ganado, que hasta le gustaban mis clases. Menos mal
que en el momento que iba a arremeter contra ella sonó
el timbre. El querido timbre para salir al recreo.


¡Qué fastidio! No me acordaba, hoy tengo guardia
cerca de la cantina, no podré ir al salón de profesores.¡No
se empujen! ¡No se coleen!...

Como les dije, hoy todo me fastidia, tal vez se deba
a que cuando desperté me sentía cansada, tenía pocos de-
seos de venir a la escuela. En verdad nunca falto, a me-
nos que me esté muriendo, así que a eso de las 5:30 a.m.
ya había decidido que un virus estomacal me atacaría,
para justificar la ausencia. Estaba pensando a quién llamar
para avisar sobre mi «enfermedad» cuando sonó el telé-
fono. El sonido de ese aparato antes de levantarme

siempre me asusta. Era Mirna: «Claudia, disculpa, Fran -
cisco amaneció enfermo, no creo que pueda ir a clase.


Porfa, avisa en la dirección, mete mis niños al salón y les
pones los ejercicios de la página 25...». No escuché nada
más, un sentimiento de derrota me invadió. Mirna había
sido más rápida que yo.


Como un gesto de cariño hacia mí misma decidí
tomar las cosas con calma. Me bañé, me lavé el cabello
y decidí desayunar fuera de casa. Sí, un rico y cremoso
café de panadería. La parsimonia con que ejecuté cada
uno de estos actos sirvió para darme cuenta de que los
minutos empleados no fueron muchos más que los que
utilizo cuando salgo corriendo, termino de peinarme en
las escaleras y bebo el café a sorbos accidentados dentro
del carro.


Hace un calor insoportable. Alzo mi vista y veo de
nuevo la mariposa. Ésta atraviesa con éxito el campo de
juego de los lanzadores de semillas; sin embargo, hace
que, de alguna manera, el vector de la trayectoria de
lanzamiento se altere.


De pronto siento el cosquilleo de una gota tibia que
resbala debajo de mi ceja izquierda. Como un acto reflejo,
paso mi mano para secarme el sudor. Observo mis dedos:
¡no es sudor, es sangre! Comienzo a sentir una punzada en
mi frente, algo taladra mi cerebro. Entro en pánico. Soy la
maestra con carro, la que conoce al doctor de emergencia.


Entonces la cantina, el patio, los rostros de presentes
y ausentes comienzan a desfilar frente a mí. Todo se nubla,
tengo ganas de vomitar... Unas maestras se acercan co-
rriendo. Maura y Susana señalan a un joven de sexto como
culpable, éste asegura gritando que no fue. Mis alumnos
me rodean y lloran, nadie sabe qué hacer. Lo último que lo-
gro ver con nitidez es una mariposa que aletea cerca de mi
rostro y el almendrón que sube hasta las nubes.

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