jueves, 21 de abril de 2016

Cervezas confesionales

Cervezas confesionales


Usted que pertenece a una época sin prejuicios, tal vez me
encuentre menos culpable de lo que yo misma

GEORGE SAND

—No entiendo por qué te torturas tanto, simplemente
no puedes decirle nada a Ernesto y ya. Si lo quieres y
él te quiere, no debes decirle nada. Le harás daño a él y
te lo harás tú misma.


 —Yo no puedo vivir así, me voy a volver loca. Es
una hipocresía.


—Deja que las cosas sigan su camino. Ya se fue.
Asume en silencio tu barranco, muérete de tristeza pero
no hables. ¿Qué es lo que quieres? ¿Acaso te has plan-
teado vivir con Marcos? ¿Lo vas a ir a buscar?


—¡No! ¡Claro que no! Es sólo que... 

—Entonces, si no tienes ni quieres compromiso
con ese tipo, ya pasó y no te enrolles... Lo que sientes
es puro remordimiento y culpa. Si hablas, no es por lo
que sientes por Ernesto sino por ese peo católico que nos
inyectaron en cada misa, canto y comunión que nos tocó
vivir en el colegio y en la casa.


Ambas amigas habían tomado suficiente cerveza.
Amanda era quien más hablaba.


—Mira, niña, yo te conozco. Confiésate si quieres
con un cura para lavar esa culpa. Eso quizás te ayude,
pero no vas a ganar nada contándoselo. Al contrario, si
descubre algo, niégalo todo, que te maten si es necesario,
pero usted: muda.


—¿Por qué hablas así? ¿A caso tú ya no crees en
nada? Ese posgrado tuyo como que era en ateísmo...


—Mira, chama —siempre decía «mira» antes de
hacer una declaración que le parecía importante—, yo
creo en las relaciones de pareja, pero cada día me con-
venzo más de que estas mismas parejas tienen derecho
a funcionar como mejor les parezca.


—¿Qué cosa? Veo que hay un avance. ¡No me vas
a decir que ahora sí crees en las parejas!


—Bueno, creo en las parejas que están juntas, como
creo en la gente que vive sola. Lo que te quiero decir es
que cada quien tiene derecho a resolver su rollo como le
parece. Si a ti te funciona estar sola y te sientes bien, me
parece perfecto. ¿Quién soy yo pa’ decir que no, ah? Si
te viene bien un tipo veinte años mayor que tú, ta’ bien.
Pero si a ella le funciona uno veinte años menor... pues
que siga. Igualito con las normas de convivencia. Si pa’
ti la fidelidad es lo más importante, si sobre ella se fun-
damenta todo el edificio de la relación, pues vívela. Pero
que sea igual pa’ los dos laos.


Tomó un trago de su jarra antes de continuar y
siguió:


—Eso es mentira, lo dices porque no estás casada.
Tú no aguantarías...


—Mira, no estoy casada, pero tengo a alguien por
ahí...


—¡Ajá! ¡¿Y cuándo me lo ibas a decir?! Eres
una...


—Déjame terminar —Amanda sonrió, hizo un pa-
réntesis y cambió el tono de voz a uno de confidencia—.


En serio, yo creo que esta vez como que va la cosa en se-
rio. Me gusta mucho y hay montones de cosas que... —
volvió a modificar el tono a uno de declaración de
principios—. Mira, yo no quiero que esta persona tenga
otra pareja, que me deje embarcada porque anda por ahí
con otra, o que cuando necesite su presencia esté por otro
lado. Claro que no quiero eso. Quiero una pareja
—subrayó con la voz esto último—, si no, me quedo
como estoy. Pero si un día se encuentra con alguien y tie-
ne algo —y movía la mano hacia los lados—, no sé... cir-
cunstancial y viene y sale, y se acabó y ya... Bueno, creo
que no me importaría. Eso sí: que no me lo cuente. No
tengo por qué saberlo, un poco de respeto, ¿no?


—Tú estás loca, ¿Has hablado de eso con el chi-
co? ¿Lo conozco? ¿Realmente crees que él aceptaría que
tú, alguna vez, salieras por ahí con otro?


—No sé, no lo hemos hablado. Yo creo que no
comparte mucho estas ideas, es un poco posesivo, no
es toy segura. Pero voy a tantear y si fijar una posición me
va a generar mucho problema, entonces me callo la boca,
¿para qué decírselo?


—Tú eres una sinvergüenza, seguro que ya has
salido con alguien estando con... Mira, de aquí no te vas
sin decirme quién es.


—Eso no es así. Que conste en acta que me he
portado bien, he sido fiel y recatada —las dos beben y se
ríen—... es sólo que me fastidia la vaina. Tú y yo sabemos
que no hace mucho tiempo era terrible que una chica
tuviera sexo antes de casarse. Aquello era todo un rollo.
Eso ya es cosa del pasado. Lo que sigue siendo terrible
es eso de que alguien tenga una «salidita». El mundo te
lo dice, te lo dicen todos y todo a tu alrededor. No más tie-
nes que ver dos películas y cuatro capítulos de cualquier
serie para saber que el infiel siempre es el malo y al final será castigado. Pero en la vida real... ¡Ay mamita! Eso sí
que es una hipocresía. ¡Mírate!


—No seas mala. Yo quisiera que eso no hubiera
pasado.


—Pero pasó, y nadie está exento. «El que esté li-
bre de pecado...»


—Definitivamente, yo creo que esta cerveza está
adulterada.


—El problema de nosotras, o de muchas de nosotras
las mujeres, es que nos enamoramos. Tú te enamoraste de
ese Marcos y eso sí es otro asunto. El truco está en no ena-
morarse. Eso lo aprendieron los hombres hace mil años:
sexo divertido sin compromiso. Por eso para ellos el asun-
to es diferente. El lema es: «El que se enamora, pierde».


—No, no, no, un momentito, me parece que te
pasaste.


—¿Por qué? ¿No puede ser divertido?

—Yo no digo eso —y sonríe—, pero tampoco la
cosa es así con cualquiera.


—Yo no digo con cualquiera, por supuesto que tie-
ne que ser con alguien que te guste, hasta que quieras mu-
cho, pero que sepas o que seas consciente que es hasta
ahí. Lo que quiero decir es que si ya vives con alguien,
decidiste que es tu pareja y la quieres conservar, entonces
debes ser responsable. Si te enamoras de otra, debes to-
mar una decisión y las decisiones son difíciles y muchas
veces dolorosas.


—La mayoría de las veces —apuntó Blanca.

 —Ahora bien, otra cosa es una situación determi-
nada, si te gustó y tal y bueno, el momento, la música, el
alcohol... eso es otra cosa.


—Sí, sí. Otra cosa... —y señalando las jarras
vacías—. ¿Otra cerveza?


—¡Otra cerveza! —celebró Amanda y ambas le hi-
cieron una señal al mesonero.

 
—¿Desde cuándo no hablábamos, mijita?, ¿Tú tra-
jiste carro? Porque tal vez no sea prudente que manejes.


—No, no traje carro, me iré en metro o taxi. Y tú,
¿cómo te vas?


 —Ernesto pasa por mí. No hay problema, ¿sabes?
Por como habla de ti, yo creo que hasta le gustas.


 —¡Eso sí sería bueno! ¡Un trío! —las dos rie-
ron—. Bueno, aún no llego a tanto, pero quién sabe...


Volvieron a reír.

 La risa duró un poco más de lo normal y se pro-
longó después de un desfile de espontáneos por el Ka -
reoke del restaurante.


—¿No vas a cantar hoy? —interrogó Amanda.

 —No te hagas la loca, estás clara que llegó el
momento de la verdad, aún no me has dicho el nombre de
tu enamorado.


Amanda sonrió, esquivó un poco la mirada inqui-
sidora de Blanca.

 
—La conoces. 

—La conoces.

—La conoces. Estudió con nosotras en la univer-
sidad.


—¡Chama! ¡Deja el misterio!

Amanda volvió a sonreír, estaba nerviosa, se no-
taba que le costaba lo que iba a decir.


—Es Miriam. La recuerdas, ¿verdad?

Los ojos de Blanca casi se salen de sus órbitas.
Agarró el brazo de Amanda con las dos manos y la miró
de frente, como para asegurarse de que no era una broma.
Bebió media jarra sin respirar. Luego le sonrió y para-
fraseó lo dicho por su amiga unos minutos antes:


—Si pa’ ti está bien, tá bien pa’ mí.

Amanda no se atrevía a agregar nada. Ya lo había di-
cho todo durante la noche.


Blanca llenó de nuevo la jarra, alzó su brazo y dijo
alegre:


—Brindemos por eso. ¡Salud!

Amanda también se sirvió y contestó: 

—¡Salud!

Le agradó saber que, una vez más, Blanca no le
fallaba.


—Na’guará, tremenda sorpresa. Merece que vaya
a cantar con el Kareoke. Cualquier cosa, si me tambaleo,
me vas a rescatar. ¿Quieres alguna canción en especial?


Amanda rió, le pareció genial la salida de su amiga.

—Canta una de las de siempre. No me hagas pa-
sar pena.




 

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