jueves, 21 de abril de 2016

La beata

La beata


En el pueblo donde nací había una vieja beata. Era viu-
da y tenía cuatro hijos, que se llevaban entre sí no más
de un año. Como buena católica, nunca usó anticoncep-
tivos y su único método de control natal resultó ser la
muerte de su esposo.


 Todos los domingos iba a misa y llevaba a su prole.
Era un espectáculo ver cómo se dirigían hacia el altar las
cinco figuras a la hora de la comunión. A una señal de la
madre el más pequeño comenzaba a desfilar con su rostro
infantil apuntando al suelo y sus manitos juntas. Lo se-
guían una niña con idéntico gesto, una adolescente con
aire de fastidio, un joven erguido con actitud de seminarista
y cerraba el cortejo la madre con su vestido oscuro que nos
mostraba a gritos ser el destinado a la reunión dominical.


 Quizás a partir de la observación de esta santa co-
menzó mi disgusto por las personas perfectas. Era como
un insulto a mi imperfección y mi deseo de ser buena.
Lo cierto es que nuestra beata era una especie de atrac-
ción turística en misa. Si llegaba alguien de otro pueblo,
a la hora de impartir el sacramento, su pariente le golpea -
ba con el codo y le decía: «ahora verás cuando salga...».


Era imposible que pasaran inadvertidos, cualquie-
ra de los presentes debía dedicarles al menos unos se-
gundos. Aquella mujer se exhibía orgullosa junto a sus obedientes vástagos. Quería ser ejemplo viviente para
el resto del pueblo. Sí, un ejemplo para esas personas
impías, poco preocupadas de la Gracia Divina, «inmersas
en sus quehaceres mundanos».  


 Cada sábado nuestra beata iba al pueblo vecino a
visitar a los enfermos y a los presos, como manda la
Santa Madre Iglesia. Iba con el cura que se dedicaba a dar
misa y administrar los santos sacramentos en colabora-
ción con el sacerdote de esa localidad. Nuestra beata era
generosa, sin distinción de raza ni condición social.
Visitaba tanto el hospicio de los pobres como la peque-
ña clínica de los ricos, y a todos daba consuelo. En la clí-
nica de los ricos, familiares y enfermos la adoraban y
veneraban. «Cuando muera, irá al cielo con zapatos y
todo», decían.


Imagínense que confiaban tanto en ella, que le
daban en custodia sus joyas y cosas de valor mientras
permanecía en aquella casa de salud: «No vaya a ser que
aquí una de estas enfermeras... Tú sabes...». Así era de
confiable nuestra beata y todos conocemos «el buen ojo»
de aquellos que tienen bienes de fortuna.


Nadie sabía exactamente de qué vivía, ya que si bien
recibía la pensión de su marido, todos sabemos que una
pensión de sobreviviente del Seguro Social no alcanza para
una persona, mucho menos para una familia completa.
Cuando algún entrometido o generoso le preguntaba
cómo hacía, ella siempre respondía: «Dios aprieta pero
no ahorca». Y cuando la cuenta de la bodega se extendía un
poco y el dueño demandaba al menos un adelanto, hacía de
nuevo uso de sus sabios refranes religiosos y contestaba:


 «No se preocupe mijo, Dios proveerá». Y así era;
efectivamente, Dios proveía porque a la semana siguiente,
la santa cancelaba sus deudas y dejaba un pequeño abono.


«¿Será que el marido le dejó una herencia y no sa-
bemos?», «Seguro que esa tiene dinero bajo el colchón»,
«Ustedes son todos unos malintencionados. Dios acom-
paña a esa señora y no la deja desamparada». Con esta
frase terminaba la discusión sobre el asunto.


 Así pasaban los días en el pueblo de mi primera in-
fancia, uno después del otro, sin mayores sobresaltos.
Pocos cambios, mucho polvo, calor y lluvia. Lo único
que generaba cierta alteración en el ambiente era un su-
til comentario entre los habitantes del pueblo vecino. Allí
ocurría algo curioso: la mayoría de las muertes de la pe-
queña clínica privada ocurrían los sábados, poco antes de
concluir las consabidas visitas religiosas. El hecho ge-
neraba algo de incomodidad, sobre todo entre los pobres,
quienes murmuraban que de nuevo Dios mostraba sus
preferencias. A los ricos no sólo les daba las mejores tie-
rras y multiplicaba su dinero, sino que a la hora de su
muerte la beata se encontraba allí, para rezar y dar con-
suelo en sus funerales. Esta suerte no la tenían los más
humildes, que morían cualquier día de la semana.


 

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