jueves, 21 de abril de 2016

En el castillo de San Carlos Borromeo

En el castillo
de San Carlos Borromeo


A Eduardo Gasca

Tengo un fuerte dolor en el cuello. No es la primera vez
que padezco de tortícolis. Este mal me aqueja por lo
menos dos veces al año y haciendo memoria, creo que
desde que estaba en el liceo. Es decir, desde hace más
o menos cien años.


 Lo que hace particular este dolor es que, a dife-
rencia de casos anteriores, tengo plena conciencia de
cómo y cuándo se originó. En otras palabras, si alguien
me pregunta: «¿Y eso? ¿Qué fue? ¿Dormiste mal?» no
tengo que decir simplemente: «No sé, siempre me pasa».
Esta vez tengo una buena historia. Claro que a nadie le
interesa, sabemos que la gente pregunta por preguntar,
pero igual tengo mi historia.


Está bien, el dolor del cuello tuvo su origen cuando
dormía, pero no exactamente debido a una mala posición;
se relaciona más con un sueño, una pesadilla.


 Estaba de vacaciones en una hermosa playa. Por
supuesto, era el Caribe. Me encontraba junto a dos hom -
bres apuestos y tan agradables como el paisaje. Ambos
me adoraban, hacían todo para agradarme y no había
conflicto entre ninguna de las partes. ¿Qué más se pue-
de pedir a la vida? Mi estado de ánimo era insuperable.
Nos bañábamos en la playa, jugábamos en la arena.
Después de un rato decidimos ir a conocer la ciudad.


En mi sueño yo era una mujer joven, alta, delga-
da, de cabello largo y negro. Vestía un traje de tela livia-
na color crema y rosa cuya falda se movía con la brisa.
Casualmente, durante el día había leído una novela en la
que imaginé a uno de sus personajes tal como ahora me
veía a mí misma.


Mis amigos y yo nos dirigimos a una edificación
antigua. Era un fuerte construido con vista al mar, muy
parecido al castillo de San Carlos Borromeo de allá de
Margarita. Yo me entretuve viendo las paredes y las
puertas, mientras mis dos acompañantes siguieron hacia
adentro. Me encontraba delante de una entrada que tenía
unas rejas oxidadas y carcomidas por el salitre, que con-
ducían a una especie de calabozo. Era como una puer-
ta, por ese espacio sólo cabía una persona.


Cuando me disponía a atravesar esta entrada me
encontré de frente con un hombre de mediana edad, de
cabello muy corto y entradas en la frente; vestía un con-
junto de lino crudo y recuerdo que me pareció atractivo.
El hombre estaba silbando una canción que yo conocía.
Le sonreí, queriendo, como siempre, parecer simpática y
además me encontraba de buen humor, por eso comen-
cé a tararear la misma canción. El hombre se puso furio-
so y se abalanzó contra mí. Primero me escupió, luego me
tiró al suelo y comenzó a patearme. Yo trataba de pedir
auxilio, sabía que mis amigos estaban cerca y que si lo-
graba articular un sonido, vendrían a salvarme. Pero era
imposible, no podía gritar. Tirada en el piso, me abracé a las
piernas de mi agresor y estaba dispuesta a morderlo pero en
ese momento desperté asustada, con una terrible sensación
de impotencia y con el dolor que ya les mencioné.


Han pasado más de dos semanas desde que tuve la
pesadilla. A cada rato me veo obligada a voltear todo mi
cuerpo cuando necesito mirar hacia los lados. No hay re-

lajante muscular que funcione, ni el famoso Lyrica, con
su poético nombre.


Ya choqué una pequeña moto en un estacionamien-
to. No pude verla por esto de no poder girar bien el cuello.
Este último acontecimiento y los innumerables consejos
y recomendaciones de compañeros, vecinos y amigos me
llevaron por fin al consultorio de un médico. El doctor tie-
ne algunas teorías al respecto. Disfrutó de mi relato oníri-
co y me mandó a hacer una resonancia magnética.


Hace más de tres horas que espero para realizarme
el dichoso examen. Cuando estoy en estos lugares pienso
que uno nunca se da cuenta de la cantidad de gente que se
enferma y tiene accidentes. Por lo general, no existen
enfermos. Si uno no los ve, no existen.


Aquí todos tienen su historia, historias con dife-
rentes niveles de intensidad trágica y dramática. Muchos
están ansiosos por contarla. Comienzan preguntándote el
porqué de tu presencia y terminan relatándote cómo un
taxista desconocido y coño e’ madre no se fijó que aún
no había terminado de montarse en el carro y acabó
arrastrándolo tres metros sobre el pavimento, quebrán-
dole las rodillas y poniendo fin a su carrera atlética. Uno
escucha, es solidario y comprende que un dolor en el cue-
llo, producto de un sueño extraño, al final no es tan malo.


Ya leí el libro que traje, hablé, escuché, dormí,
has ta que por fin llega mi turno. Me entregan mi atuendo
azul de algodón sin hilar: pantalón, camisa, zapatos. «Las
mujeres quédense sólo con las pantaletas» y yo me quedo
sólo con las pantaletas y me muero de frío con mi traje que
parece de papel. Aún debo esperar en otra sala antes de
llegar al lugar donde se encuentra el maravilloso-enorme-
mágico-sonoro aparato Siemens el cual revelará al
mun do fotografías inéditas del interior de mi cuerpo.


Un técnico bajito y bastante amable me explica que
me acueste y que una vez adentro del túnel debo seguir las
instrucciones que me dirá por el parlante el técnico que
se encuentra del otro lado de la habitación. Él nos obser-
va a través de un grueso cristal como si nos encontrára-
mos dentro de una vitrina o una pecera. Cuando levanto
mi vista para reconocer quién es el sujeto que me dará las
órdenes mi corazón se paraliza por segundos. El técnico
del micrófono es nada más y nada menos que el hombre
que me atacó en el castillo de San Carlos Borromeo.


—¿Señora qué le pasa? ¿Se siente mal? —me dice
el hombrecito que me acompaña—. Si es así podemos
esperar para hacerle el examen.


Yo no hablo. Sólo veo a través del vidrio a mi
agresor.


El minitécnico me ayuda a incorporarme y me lleva
a una silla que se encuentra cerca.


—Cálmese señora, estos exámenes son rápidos, no
le pasará nada. ¿Le traigo agua?


—No, gracias, no se preocupe. Yo creo que mejor
vengo otro día. Hoy no voy a poder aguantar un segundo
encerrada en ese bicho —y señalo la Siemens.


—Pero señora, lleva cuatro horas esperando. Si
quiere sale un rato, se calma y...


Ya les había dicho que el tipo era amable, parecía
realmente preocupado por mi salud, pero su insistencia
comenzaba a irritarme.


—Joven, se lo agradezco, es muy delicado de su
parte. Ojalá que todas las personas que atienden al pú-
blico fueran como usted, pero no se preocupe. Hoy no
voy a hacerme el examen. Será inútil. Yo vengo otro día.


Me retiro de la habitación donde se encuentra el
aparato. Antes de salir echo un vistazo al otro lado de la vitrina, donde está «el técnico violento», y me dirige una
mirada que muestra una indiferencia memorable, pare-
ce que le pregunta al otro qué ha pasado. Lo cierto es que
salgo casi corriendo, me quito mi ropita azul, retiro del
casillero mis pantalones, blusa, el resto de mi ropa inte-
rior. Me visto como puedo y me voy al estacionamiento
donde dejé mi carro.


El bendito estacionamiento está repleto. Mi auto
se encuentra entre dos vehículos, separado cinco centí-
metros de cada uno. Lo más sencillo sería buscar una
pinza gigante para sacarlo y aun así quizá las puntas de
la pinza no cabrían. Pero no estoy dispuesta a esperar a
que encuentren a los conductores. Me meto en el carro
y retrocedo y avanzo como cien veces. Giro un poqui-
to pa’cá, ahora pa’llá... hasta que finalmente logro mi ob-
jetivo. El chico del estacionamiento que me ayuda a
realizar la maniobra había comentado que era imposible
sacar el carro en esas condiciones. Cuando lo consigo,
casi me aplaude y comenta: «¡Y luego dicen que las mu-
jeres no saben manejar!». Yo sonreí y le agradecí el pi-
ropo. Pero en seguida vuelvo a ponerme seria no vaya a
ser que también me lance un golpe por parecer simpáti-
ca. Uno nunca sabe cuándo se puede repetir un sueño.


Ya voy por la autopista. Pensándolo bien, tal vez
el tipo sólo se le parecía. Yo creo que ese examen me te-
nía más nerviosa de lo que me había dado cuenta. Esto
lo que da es risa. El pobre minitécnico creerá que soy
loca. O tal vez no. Uno no sabe qué ven y escuchan es-
tas personas que tratan con tanto enfermo.


Bueno, a estas alturas del partido no puedo hacer
más nada. Igual soy una maravilla, pude sacar mi auto
de ese pequeño espacio. Hasta tuve testigos que contarán
mi hazaña.


¡Epa, un momento, retrocedí un montón de veces!
¿Qué estoy diciendo? Voy a mover mi cabeza hacia los
lados poco a poco, no vaya a ser que me duela. ¡No, no me
duele! ¡Estoy curada! ¡Milagro, milagro! ¡Estoy curada!


 

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