jueves, 21 de abril de 2016

El traje nuevo del emperador

El traje nuevo del emperador


¡Pero si no lleva nada!, gritó al fin el pueblo entero.
Aquello inquietó al emperador, pues sabía que el pueblo
tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin».

 

HANS CRISTIAN ANDERSEN
 

No puedo creerlo. Yo, la recatada Maritza, la inte-
lectual Maritza, la boba Maritza, paseando esta madrugada
de noviembre por una calle de Atlanta sin más ropa que
este abrigo prestado y unos zapatos de tacón.


 El ruido de la manifestación pasó. Junto a otros que
andan por ahí en parejas, pertenezco a los restos de una
de las más grandes demostraciones en pro de la libertad
sexual que se ha dado en esta ciudad del Sur.


Ellos creían que no era capaz, yo misma no estaba
segura, sin embargo aquí estoy. Me quité los lentes,
maquillé mi rostro, me puse el abrigo y a la calle.


 Hace sólo dos meses estábamos en el apartamento
de Ana, en Venezuela. Conversábamos sobre lo que puede
hacer o no una persona en diferentes situaciones. Ana
comentó aquel lugar común sobre el efecto de las máscaras
y el carnaval. Creo que fue Marcos el que mencionó una
película, esa en la que un ejecutivo exitoso que odiaba a su
esposa, no era capaz ni de alzarle la voz por no perder la
compostura; sin embargo, en otro contexto, en un burdel
cualquiera asesinó a una prostituta sin razón aparente.
Pedro aseguraba que todo eso era ficción. Recuerdo que
dijo: «Hay cosas que son parte del carácter de las personas,
no se alteran, independientemente del contexto en que
se encuentren».


Yo escuchaba con poco interés, hasta un poco
fastidiada. Entonces, como para reafirmar lo dicho, Pe -
dro continuó:


—Fíjense en Maritza —ahí sí volteé para prestar
atención, se estaban metiendo conmigo—. Ella es como
es, no la imagino ni siquiera en Ocumare bailando tam-
bores en traje de baño. Puedo ver a Ana, todos conocemos
su trayectoria, ¡pero a Maritza...!


Todos rieron, no sé si de mí, de Ana, o de imagi-
narse a cualquiera de las dos en una situación determina-
da. Lo que sí puedo asegurar es que algo me incomodó.


Yo siempre la chica modelo, la que se porta bien, la
que estudia, la que trabaja. No estaba descontenta con mi
vida. Yo la elegí. Es sólo que a veces me molestaba la
imagen que parecía mostrar a los demás: UNA INTELEC -
TUAL ABURRIDA .


 Queda poca gente en la calle. Durante la mani-
festación apenas abrí el abrigo dos o tres veces entre el
alboroto y el desorden. Ahora una brisa helada roza mi
rostro con fuerza, me siento bien. Estoy haciendo algo
que tal vez siempre había querido hacer. No me refiero
a andar con esta pinta, claro, es... es... todo junto, todo.


No me había dado cuenta de que en la acera de en-
frente hay un grupo mirándome —creo que les gusto—.
Uno de los hombres camina hacia mí. No contaba con
esto. Comienzo a sentir miedo. Siento un calor intenso que
sale de mi cuerpo, acelero el paso para dejar el grupo atrás.
No quiero que nadie se acerque. Cuidado, Ma ritza, tran-
quila, levanta el rostro. «Todo menos perder el glamour»
—como decía aquella jefa del ministerio—. Es pero que
ese hombre no me hable, además, ¿qué voy a decir? Mi
acento en inglés es terrible. Pondré la cara más seria que
pueda, le diré que tengo una cita, saldré corriendo.


 Mientras decido, mis pies se enredan en una al-
cantarilla, ¡estos tacones del coño...!, ya me veo en el
suelo desnuda y con tacones —el ridículo total—. Sin
embargo logro dar tres brinquitos en un pie y dos con el
otro, hasta que consigo aterrizar con los pies juntos y en
posición vertical. Por supuesto, sin nada de glamour, lo
sé, pero dejo atrás la alcantarilla, que es lo realmente
importante.
 

Ni loca volteo, imagino que los de la acera de en-
frente me vieron y se ríen de mí. No importa, sigo feliz
ante mi nuevo logro atlético. El hombre pasa de largo.
Respiro hondo y una vez más la brisa fría de la noche
me reconforta.

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